cuando el grajo vuela bajo... (ágora nueve)

LOS GRAJOS DEL SOCHANTRE

Yo vivo en un barrio de León, privilegiado por lo cerca que está del Parque Natural de La Candamia. Justo al lado de mi casa, nada más cruzar una ronda ruidosa, tengo, a vista de pájaro, una chopera, que es en estos días una catedral de picachos desnudos . La finca tendrá unos quinientos chopos… (Tendría que pedir un informe más cabal al "técnico-contador de reuniones", para "disparatar" el número exacto, según interese a cada cual). Lo dejo en "quinientos árboles pelados"... Pelados, ateridos, y grises todavía. Así pues, entre sus ramas (me puse ayer a contar), habrá, por lo menos, diez veces sesenta nidos, tejidos con palitos, broza de las sebes , tierra y basura… que acarrean afanósamente más de un millar de grajos, enormes, negros, brillantes y escandalosos.

Me he quedado con ganas de "engalgar" a los chopos, como cuando era un niño "esmirriado", para ver los "encofrados" de los nidos, y espantar a los negros pajarracos, al tiempo que ahuyentar la negrura que tenemos en León en estos días de invierno.



Mas hoy he decidido contaros otra historia. Es la siguiente:

En el barrio viejo, – y Húmedo – de León, hace muchos años que vivió un sochantre; es decir: un canónigo especial que tenía la función de dirigir el canto en la Santa Iglesia Catedral. Eran tiempos de negrura en el clero eclesial, representado en el vestir enlutado y brillante de las sotanas, y las tejas que tapaban las testas tonsuradas de los curas. Y eran tiempos de "friura" y de mucha necesidad…
 El viejo chantre malvivía, junto con su criada... Las malas lenguas de los parroquianos decían que el viejo cura hacía "maravillas". ..(También con la criada). El canónigo presumía de que, a pesar de la premura, en su cena nunca faltaba un buen caldo de ave, y un muslo de la misma ave; que volaba a su cazuela cada día.

Nos lo cuenta Luis Mateo Díez, en un relato negro e inquietante, de esos que se contaban en los "filandones" del crudo invierno leonés. (Ya no quedan filandones; aunque sí crudos inviernos). Mateo Díez nos dibuja al viejo cura: amaneciendo en su terraza, con vistas a la Pulchra Leonina; acechando a los grajos, sigiloso; sonriendo, casi diabólicamente, con un pájaro negro muerto entre las manos, como un trofeo de caza. Y a la criada, enlutada también, desplumando al grajo; remendando con sus plumas brillantes la sotana raida de su amo; y cocinando en un pote sempiterno el caldo y la carne dura del bicho, hasta ablandarla…y exprimirlo.
Pero, ay: la maravilla de sorber cada día una sopa de ave, y de comer su carne macerada, día tras día, terminaba muy mal. El viejo cura se oscurecía cada tarde un poco más; su nariz crecía y se retorcía, volviéndose azulada y dura; su cuerpo se encorvaba más y más… Y lo peor de todo: su garganta se volvía, primero aguardentosa, y despues seca y dura, muda de voz humana…

Un día, en el ensayo de los chantres, el canónigo quiso entonar un "gradual", para poner de ejemplo al coro. De su garganta llegó a salir un "cruaggg" soberbio y estentóreo. Los grajos que revoloteaban los picos de la Catedral, se asustaron; y la negra bandada de pajarracos huyó despavorida hasta las choperas de La Serna y La Candamia…
Y por allí están... Hasta hoy.                                         

(Alfredo Escalada/23.03.2006)





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