Catalina
Catalina nunca
trabajó la voz con método. Su hilo de voz era casi un bisbiseo; como un rosario
continuo, como una letanía de infinitos "ora pro nobis"; como un
arrullo.
Catalina se sentaba
en la silla de paja, en zapatillas; con los pies puestos en el escabel de la
boca del horno, y el mandil tapando su redondez serena, y el pañuelo negro
terciado cubriendo su blanco pelo, recogido en una trenza de plata...
Catalina no era
teórica. La vida había sido, siempre, para ella, una clase contínua de actividades
prácticas: útiles, inútiles, y prácticas.
Catalina era una
historia en sí… – o en sol, o en fa…- . Era un arpegio de subidas y bajadas. De
historias que bajaban y subían, digo.
Catalina era un baúl
de cuentos, de historietas, de datos, de secretos, de recetas, de silencios.
Sobre todo de silencios.

Catalina era un
maestro, un confesor, un fraile franciscano, un médico de iguala, un curandero…
de bichos; y para los humanos: sanador, brujo, sacamuelas, curalotodo,
ensalmador, santero, hechicero. Y todo, en femenino... y viejo.
Catalina apenas tenía
fuerza física en el cuerpo. Pero sus ojos eran una viveza, que luego se
escapaba por la boca: con prontitud, energía, pasión, agudeza de ocurrencias,
verbo ingenioso, esplendor de los colores.
Catalina nos metía en
los cuentos; nos daba miedo, risa, pena, tristeza. Y nos fraguaba sueños. Los
sueños sin miedo... y sin tristeza.
Catalina era la mejor
cuenta-cuentos que tuve, de pequeño. Y ahora que soy grande (o mayor, según se
mire) la sigo teniendo...
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