el jardín y las golondrinas


   
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El jardín y las golondrinas


El sol ya escaló al cielo azul, luchando, somnoliento, contra las nieblas verdes que se agarran al río, entre los chopos. El amarillo disco que hace unas horas se asomó por detrás de la bruma, revienta ya en el cielo. Y al contemplarlo, se me anega de luz la mirada perezosa. Las gotas de rocío en la pradera, me dibujan el sol con los rayos brillantes, igual que cuando niño pintaba en los cuadernos los incontables soles que ansiaba. Detrás de los maizales, los gorriones se alborotan. Y en las ramas más altas del nogal cincuentón arrulla una paloma.

En este lado del jardín, el día bulle desde hace un rato, con el calor del sol vivificante. En la piscina se aviva el agua transparente, y un mar coqueto se levanta desde el lado de la casa en dirección al sol, con gorjeos monótonos e infinitas salpicaduras coronadas de luz.

Contra el muro blanco de la casa, el sol se convierte en abrazo caluroso, casi ardiente. Y docenas de rosas, - cientos quizás -, se abren al sol y a mi mirada. Si las miro, quedo, por unos segundos, hasta noto que el sol va desnudando sus apretados pétalos, y veo que una lágrima de rocío resbala entre las hojas, suavizando las espinas de su talle.

Al otro lado de la casa, el jardín está sombrío y fresco. La noche fue fría y el rocío fue casi escarcha. El agua de la fuente, quieta y dormida, se ensombrece más con el ancho espectro de la casa, que se mete en la calle desierta, coronado por las siluetas de las dos chimeneas muertas...

Me gusta desayunar en la terraza, sombría en esta hora temprana; mirando despacio el lento despertar de la vida en la calle, con un cuenco calentito de leche entre mis manos, y el mirar perezoso, y mis bostezos de holgazán, feliz de hacer “nada”

La loca sinfonía de los pájaros que viene del jardín, del seto, de la huerta y del tejado, se silencia de repente, ante el ladrido de un perro que persigue al camión de la leche, hasta espantarlo. Una nube de polvo se desvanece sobre el arroyo, y el silencio lo invade todo de nuevo.

A la derecha del nogal, sobre la calle, los cables de la luz dibujan sobre el cielo azul, por encima del ocre del adobe y de las tejas, un “tetragrama” exacto, que se pierde, difuminado, en la cuesta que sube al cementerio.







En el segundo hilo de la luz se posa una temblorosa golondrina. Me saluda, de frente, todavía silenciosa, presumiendo su brillante levita negra y su pechera blanca. Yo, silencioso, perezoso aún, la saludo con la mano. Ella me mira, temerosa, con el cuello encogido y un temblor en las patas, cambiando de cable una vez, y dándome la espalda, para luego volver a mirarme. Aletea, nerviosa, sin llegar a marcharse. Parece como si se atusara su traje y pidiera mi aprobación. Yo la aplaudo, suavecito, para no asustarla. Y me siento cómodamente en la butaca.

Del nogal va saliendo, como si fuera un inmenso camerino, un grupo de revoltosas golondrinas. Dos se posan al lado de la “prima donna”. Otra se va al cuarto hilo, a la derecha. Tres más se empujan en el aire, para ver cual de ellas se coloca en la tercera línea. Las tres lo hacen, discutiendo en gorjeos nerviosos e indescifrables. La golondrina que llegó primero se levanta y las increpa. La discusión sube de tono, y el revuelo amenaza con deshacer el coro que se iba formando. Dos de las aves revoltosas se van, riñendo, al nogal. La primera golondrina que llegó las sigue, y al pronto sale con una, calladita y tranquila, y la obliga a posarse en el hilo primero, firme y quieta, como un ujier vestido de negro y blanco. La otra golondrina revoltosa sale del nogal, gorjeando suavemente, como disimulando un triunfo en la disputa, y se coloca, quieta y firme también, en el tercer alambre.

La golondrina del segundo cable, - la que llegó primero -, se sacude por enésima vez las alas. Estira el pescuezo, mirando a diestra y a siniestra, para imponer silencio en el revuelo. Y mirando hacia el jardín, hace cinco reverencias rápidas. Luego, todo el coro de “monjitas gregorianas” se deshace en apresurados gorgoritos: las del hilo segundo van repitiendo el canto monocorde; las del cuarto cable rematan cada frase con un repiqueteo rebuscado, que alarga el verso, como retorciendo la última palabra en su boquita desdentada; las del primer alambre acompañan con ecos repetidos, a la vez que levantan las alas un poquito, para adornar el ritmo; y las golondrinas del hilo tercero van hilvanando las frase de una historia que oyeron a sus madres... - y estas a sus madres, y aquellas a sus madres... -, sobre las tierras y las gentes de la lejana Africa.

Las golondrinas jóvenes, que abrieron sus ojos a la luz de esta tierra, van escuchando y repitiendo la historieta, entusiasmadas. Cuando llegue septiembre y vuelen hasta Africa con sus madres, “recordarán” las grandes riberas del Nilo, los abrasadores desiertos, las sofocantes selvas; y las gentes morenas, con sus pueblos de barro, - ¿como este? -, y el olor de sus carnes...

El entusiasmo en el joven es intenso, pero corto. Y al poco tiempo, las aves más jóvenes se despistan en juegos. Y el coro se deshace. La golondrina jefe se atusa una vez más las plumas, y me mira, expectante, con sus ojillos salientes y extraviados. Yo me levanto y aplaudo, sin miedo a que se espanten. El cielo azul, sobre la calle, la cuesta y el jardín, se llena de brillantes levitas negras y pecheras blancas, revueltas contra el sol de la mañana.

Las golondrinas juegan, cazan mosquitos, descansan en los cables de la luz, cuentan y aprenden historias con sus gorjeos rápidos... me miran.

Y yo las aplaudo. 
(A.G.F./08.97)



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