el cárabo



...El señorito de la Jara alzaba el hombro izquierdo, como resignado, o sorprendido, aunque ya se sentía al Azarías rascando los aseladeros o baldeando el tabuco del Gran Duque y arrastrando la herrada por el patio de guijos, y, de este modo, iban transcurriendo las semanas hasta que un buen día, al apuntar la primavera, el Azarías se transformaba, le subía a los labios como una sonrisa tarda, inefable, y, al ponerse el sol, en lugar de contar los tapones de las válvulas, agarraba al búho y salía con él al encinar y el enorme pájaro, inmóvil, erguido sobre su antebrazo, oteaba los alrededores y, conforme oscurecía, levantaba un vuelo blando y silencioso y volvía, al poco rato, con una rata entre las uñas o un pinzón y allí mismo, junto al Azarías, devoraba su presa, mientras él le rascaba entre las orejas, y escuchaba los latidos de la sierra, el ladrido áspero y triste de la zorra en celo o el bramido de los venados del Coto de Santa Ángela, apareándose también, y, de cuando en cuando, le decía,
"la zorra anda alta, milana, ¿oyes?",
y el búho le enfocaba sus redondas pupilas amarillas que fosforecían en las tinieblas, enderezaba lentamente las orejas y tornaba a comer y, ahora ya no, pero en tiempos se oía también el fúnebre ulular de los lobos en el piornal las noches de primavera pero desde que llegaron los hombres de la luz e instalaron los postes del tendido eléctrico a lo largo de la ladera, nos e volvieron a oír, y, a cambio, se sentía gritar al cárabo, a pausas periódicas, y el Gran Duque, en tales casos, erguía la enorme cabezota y empinaba las orejas y el Azarías venga de reír sordamente, sin ruido, sólo con las encías, y musitaba con voz empañada,
"¿estás cobarde, milana?, mañana salgo a correr el cárabo"...

(fragmento de Los Santos Inocentes, de Miguel Delibes)



En los anocheceres del verano, subo a menudo hasta las dos iglesias del Priorato de San Miguel de Escalada. Es un paseo sereno y cálido, al arrullo de los grillos, en la cuesta de La Perida, hasta llegar a la explanada. Allí la quietud se rompe en una mezcla de misterios y de miedos. De la torre románica viene un quejido, - un alarido casi - que recorre las sombras del pórtico y se escapa por los negros ojos de la ventana geminada del poniente, para acabar retumbando en un eco por las lomas redondas del Encinar.
Parece la lástima de las almas de los monjes, de los frailes, o de los abades, que andan purgando sus pecados, después de tantos siglos... Mas, no. Son sólo los ayes de una lechuza, de un mochuelo asustado, o de un cárabo, en las noches de Agosto...




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